Sentado en el quicio de una ventana el gato se relamía la cola, completando así su acicalamiento diario. El chirrido de la puerta oxidada al abrirse lo sobresaltó e hizo que saltara y saliera corriendo. Pero no se alejó, esa casa vacía había sido su reino en los últimos años y no iba a cederlo sin antes investigar quién quería usurpárselo.
En la puerta había una mujer mayor que dudaba si adentrarse en la oscuridad de la casa abandonada. Encendió una linterna que llevaba en la mano y, finalmente, se decidió a entrar. Una baldosa suelta del suelo de piedra le hizo dar un traspiés y se apoyó en una cómoda cubierta de polvo y telarañas para no caerse. Recordaba aquella cómoda, se la regaló su madre el día que se casó, hace ya tantos años. Viejas palabras olvidadas volvieron a su memoria: "Puede que no le quieras, pero te dará todo lo que necesites. El amor llega con los años". Palabras vacías que nunca se cumplieron.
Avanzó hasta la escalera y subió con cuidado hasta el dormitorio principal. Allí había ocurrido todo. Después de tantos años de aparentar felicidad, de sufrir en silencio vejaciones, de querer morirse antes de volver a tocarlo, él había cometido su último error. El sonido de unas pisadas ligeras le hizo volverse, los ojos del gato se iluminaron a la luz de la linterna.
Perseguida por el curioso felino bajó de nuevo y llegó a la cocina. Con esfuerzo se agachó en el suelo y empujó la vieja hornilla. En otro tiempo, el hueco tapado por baldosas habían sido su escondite para los ahorros, ahora eran una urna fúnebre. Jamás se había explicado de dónde sacó el valor necesario para clavarle el cuchillo con el que le amenazaba siempre. Jamás se había explicado qué le impulsó a descuartizarlo y enterrarlo en su propia cocina. Pero jamás se había arrepentido.
Sin embargo ahora había vendido la vieja casa y pronto vendrían a demolerla. No podía arriesgarse a que alguien descubriera los huesos. Miró los restos con cierta aprensión y se puso los guantes. Lentamente los fue guardando en la bolsa negra que había traído. A su lado el gato maulló animándola. Ella se sonrió y miró con complicidad a su único testigo.
Gracias, Pablo, por tus fotos inspiradoras.